Mi nombre es Concha, pero me llamaban “Chita”. Cuando era niña, mi “güela” -decimos en Asturias- me invitó a pasar la Navidad de 1942 en tierras desconocidas. ¡Imagina con cuánta felicidad de domingo me montaría en el tren para ir a visitar a un familiar, pese a ignorarlo todo del destino! Mi tío, como miles de asturianos, estaba (en casa no se pronunciaba la palabra preso) en una villa a la que llamaban Celanova. De aquel viaje, además de unas vivencias indelebles (y de una novela en la que las revivo), conservo la costumbre de regresar para seguir saboreando el valor de la hospitalidad.
Toma mi mano, pues, y déjate llevar. Te mostraré un rico patrimonio literario y verás cómo su hermoso monasterio es ahora un centro de enseñanza en libertad y no una mazmorra para las ideas.